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Historia II S S

SEMANA SANTA

Se designa con este nombre la semana que precede inmediatamente a la fiesta de la Pascua. La S. S. es también llamada «semana mayor» (en oriente), hebdomada authentica («semana tipo»), «semana pascual» y «semana de la Pasión», expresiones usuales entre los antiguos Padres de la Iglesia y los ritos litúrgicos de Occidente.
      
      Para el estudio de la S. S. tomaremos como punto de partida el texto del Decreto Maxima Redemptionis nostrae mysteria, por el que, en 1955, Pío XII restauraba la liturgia en esos días: «La Santa Madre Iglesia, ya desde la edad apostólica, tuvo interés en celebrar todos los años, con una memoria especial, los más grandes misterios de nuestra Redención: la Pasión, Muerte y Resurrección deNuestro Señor Jesucristo. Al principio, los momentos capitales de estos misterios se celebraban con un triduo particular: el triduo de Cristo crucificado, sepultado y resucitado. Muy pronto se añadió la memoria solemne de la institución de la Sagrada Eucaristía. Y, finalmente, en el domingo que precede a la Pasión, fue introducida la celebración litúrgica de la entrada triunfal de Nuestro Señor Rey a la Ciudad Santa. Así se originó la peculiar semana litúrgica que, por la excelencia de los misterios celebrados, fue llamada santa y fue adornada de solemnes y piadosos ritos» (ed. en AAS 47, 1955, 838). Tendremos también en cuenta los libros litúrgicos (v.) promulgados por Paulo VI a partir de 1969.
      
      1. Lunes, Martes y Miércoles Santos. Estos tres días, aunque participan intensamente del conjunto de la S. S. y sus formularios litúrgicos fueron transformados, en parte, para completar la celebración de los misterios pascuales, siguen básicamente las mismas características de los precedentes días cuaresmales (v. CUARESMA). La liturgia romana conservó fielmente las tres lecturas clásicas del Miércoles Santo (Is 6,11 y 63,1-7; Is 53,1-12; y Pasión según S. Lucas), día tradicionalmente de «estación», ayuno y celebración de la Palabra (v. AÑO LITÚRGICO). De las lecturas primitivas para el Lunes Santo (Is 50,5-10; Zach 11,12 'a 13,9; lo 12,1-36) permanecieron la primera y los versículos 1-9 de la tercera; los otros versículos pasaron al sábado anterior, al dotarse ese día, «vacante» hasta el s. vin, de liturgia propia. De las lecturas para el Martes Santo (Ier 11,18-20; Sap 2,12-22; lo 13,1-32), desapareció la segunda, y la tercera se cambió por la Pasión según San Marcos, trasladándose lo 13,1-32, sobre el lavatorio de los pies, al jueves Santo (v. luego, 5).
      
      En el Ordo de lecturas promulgado en 1969, para la primera lectura en la Misa de estos tres días se han escogido tres de los textos de Isaías sobre el «Siervo de Yahwéh» (Is 42,1-4; 49,1-6; y 50,4-9). La misión y personalidad del profético «Siervo» es renovar la Alianza entre Dios e Israel, haciendo retornar los exiliados del destierro, expiando con sus sufrimientos por los pecados de todos y estableciendo la verdadera religión en todas las naciones. Constituyen así los poemas sobre el «Siervo de Yahwéh» (v.) una profecía de la obra redentora realizada por Cristo, principalmente en el sacrificio de su Pasión y Muerte. Para la lectura del Evangelio se han adaptado otros pasajes evangélicos, y se han dejado los relatos de la Pasión según Me y Le, con el de Mt, para el ciclo trianual de lecturas evangélicas en la Misa del Domingo de Ramos.
      
      2. El triduo pascual. Era ya tradicional en las costumbres judías que todo encuentro especial con Dios y toda celebración cultual importante comportara una purificación previa del espíritu y del cuerpo. El ayuno (v.), tomado en su sentido más amplio, constituía la expresión preferida de esa purificación interna y externa. Los primeros cristianos al instituir la fiesta de la Pascua, consideraron que un elemento esencial de su celebración era el ayuno preparatorio. Como muestra del valor intrínseco del ayuno, en cuanto parte integrante de la liturgia pascual, baste recordar, p. ej., que Tertuliano (m. ca. 220) en sus obras aplica a menudo la palabra Pascua indiferentemente a la fiesta y al ayuno introductorio. El ayuno pascual correspondía sobre todo al Sábado Santo; terminaba con la liturgia de la Vigilia del Domingo de Pascua o de Resurrección. Pero también el viernes anterior, día consagrado desde el s. i, como todos los viernes, al ayuno (v. AÑO LITÚRGICO), se tomó como prolongación del ayuno pascual (y en este día, en el Viernes Santo, se ha conservado el ayuno. hoy). En el s. III, por lo menos en la iglesia de Alejandría, aparece testimoniada la extensión del ayuno a toda la S. S.; otras amplificaciones dieron como fruto la formación de la Cuaresma (v. CUARESMA; PASCUA II).
      
      Al principio, la celebración litúrgica de la «memoria» de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo estaba toda contenida en la Vigilia pascual (v. PASCUA II, 3). Pero en el s. iv aparece ya desarrollada dicha celebración, más de acuerdo con la cronología. Hacia el a. 336, San Ambrosio habla explícitamente del triduo sagrado, en el que se conmemora progresivamente la Pasión, la sepultura y la Resurrección del Señor (Epístola 23,12-13: PL 16, 1030). Asimismo San Agustín, hacia el a. 400, supone la celebración del misterio pascual por etapas, al insistir que el cristianismo debe reproducir en su propia vida «el sacratísimo triduo (de Cristo) crucificado, sepultado y resucitado» (Epístola 55,14: PL 38,215). A pesar de esa desmembración de la liturgia pascual, se mantenía la conciencia de que no se rompía la unidad de la celebración de la Pasión-Resurrección (o Pascua).
      
      Después de haberse introducido la liturgia del Jueves Santo, y sobre todo al ser fijada la Misa conmemorativa de la institución de la Eucaristía por la mañana, el triduo pascual tiende a formar un bloque aparte de la misma Pascua; el triduo es una preparación a la fiesta de la Resurrección, independiente, en cierto modo, de ella. Esta mentalidad tendrá serias repercusiones en la espiritualidad y en las prácticas devocionales; se comprometerá el equilibrio de la contemplación y participación de la Pasión de Jesucristo con la de la Resurrección y la dimensión pascual de la vida cristiana. En la reforma de la S. S. de 1955 se tiende a reforzar de nuevo esa unidad entre la Pasión-Muerte de Cristo y su Resurrección (v. PASCUA II). El Decreto aludido al comienzo, junto con la «Instrucción» (del nuevo Ordo) que le sigue, además de simplificar y restaurar la liturgia del triduo pascual, le devuelve su valor y propone un horario más adecuado, con el cual se facilita la participación en la liturgia, anteponiéndose a los actos extra-litúrgicos. Subrayamos en particular que la Misa solemne del Jueves Santo se ha trasladado a la hora de Vísperas (v. luego, 5); así, según la división bíblica del tiempo, pertenece ya realmente al triduo pascual y debe considerarse como un enriquecimiento de la única celebración de la Pascua.
      
      3. El Sábado Santo. La característica principal del Sábado Santo fue el ayuno. Un ayuno que constituye, como se ha indicado, una parte integrante de la celebración pascual y que, a la vez, contrasta con ella; es un ayuno que reclama la ausencia de una celebración litúrgica particular; que introduce a todo el hombre a la participación del «paso» de la muerte a la vida, a la Pascua. Con el ayuno pascual (hoy conservado sólo en el Viernes Santo como obligatorio) el cristiano se solidariza con la Pasión del Señor, en la esperanza de su Resurrección. De ella el ayuno recibe la perspectiva más positiva; no sin razón la iglesia copta llama al Sábado Santo «el sábado de la alegría». La liturgia de la Vigilia pascual, con la cual se pasará del Sábado Santo al Domingo de Resurrección, invade ya el espíritu de todos los miembros de la Iglesia.
      
      El Sábado Santo es un día tradicionalmente alitúrgico; pero no por ello se deja la plegaria, que es un elemento esencial del ayuno (v. CUARESMA). Al ser el ayuno público y comunitario también lo deberá ser la oración; por esto se ha mantenido y favorecido la participación en el Oficio divino de todos los fieles. El contenido del Oficio divinodel Sábado Santo responde a la evolución por etapas del triduo pascual; está centrado en la «memoria» de la sepultura y del descendimiento a los «infiernos» de Jesucristo, cual puntos de unión entre los hechos pasados -Pasión- y los acontecimientos próximos -Resurrección-. En el transcurso del Oficio se mezclan los sentimientos que suscita la muerte del Señor, la visión sosegada de su Pasión y la impaciencia de poder ver su triunfo sobre el mal.
      
      A lo largo de la historia se han desarrollado diversos comentarios alegóricos sobre el dramatismo de los ritos y de la estructura seguidos en ese Oficio, y en el del Jueves y Viernes Santos, sobre todo en la Edad Media, que están en relación con el origen de los mismos. Así, el nombre de «Oficio de las tinieblas» indicaba también el origen nocturno de esta hora canónica; los salmos, conforme a la tradición primitiva, no terminaban con la doxología (v.); las lecturas, leídas sin título y directamente, conservaban el orden antiguo; las velas, puestas sobre un soporte y que iban apagándose paulatinamente, después de cada salmo, son las que se ponían para alumbrar el local de la reunión nocturna, y que se extinguían a medida que la luz del amanecer las hacía innecesarias. Durante la jornada del Sábado Santo los catecúmenos (v.) que debían recibir el Bautismo en la Vigilia Pascual eran convocados para pasar el último escrutinio. El Ordo de 1955 ha previsto la restauración de esa costumbre (Instrucción n. 14) (V. BAUTISMO IV; CUARESMA; PASCUA II, 3).
      
      4. El Viernes Santo. Fue el día de la «Parasceve, preparación de la Pascua», cuando Jesucristo murió sobre la cruz (lo 19,14 y 31). La denominación in Parasceve se había conservado para designar el Viernes Santo, hasta que el Ordo de 1955 la cambió por «Viernes de la Pasión y Muerte del Señor» (n. 5); en los libros litúrgicos promulgados por Paulo VI lleva el título de «Viernes en la Pasión del Señor».
      
      a) Lecturas y oraciones. Por atracción de la fiesta de la Pascua, el ayuno y la celebración de la Palabra (lecturas públicas de la S. E.), que caracterizaban todos los viernes del año, tomaron una perspectiva nueva al instituirse el triduo pascual. Se intensificó aún más el ayuno y se adaptaron las lecturas bíblicas al día. Incluso hoy la estructura inicial del oficio del Viernes Santo -la «solemne acción litúrgica de la tarde en memoria de la Pasión y Muerte del Señor», según aclara el Ordo de 1955- mantiene el esquema de las sinaxis más antiguas: lecturas, cantos y oraciones de los fieles.
      
      Los ritos de oriente son muy prolijos, por lo general, en cantos, lecturas y oraciones, que se reparten entre el «Oficio de los santos y redentores sufrimientos de N. S. Jesucristo» y las «horas reales del santo y gran Viernes». Se lee en el primer oficio el relato de la Pasión, en doce perícopas, separadas por antífonas y oraciones; en las horas del día, además de los salmos y composiciones poéticas, se leen tres textos tomados de las profecías sobre la Pasión, de San Pablo y del Evangelio, todos alusivos a los momentos más importantes del primer Viernes Santo. Algunas iglesias occidentales imitaron esa costumbre, que hallamos ya testificada en el s. v por la peregrina Eteria (v.) en la iglesia de Jerusalén (Peregrinación de Egeria, Madrid 1963, 110 s.). Del mismo siglo poseemos un Leccionario armeno que detalla el contenido litúrgico de la celebración jerosolimitana del Viernes Santo (ed. en DACL XV,1170-1173).
      
      La liturgia de la Palabra en el rito romano es mucho más sobria que en los otros ritos. Las tres lecturas tradicionales son: del Profeta (Os 6,1-6), de la Ley (Ex 12,1-11) y del Evangelio (Pasión según San Juan, abreviada en 1955: cap. 18 y 19). Hay entre esas tres lecturas una gran unidad, cuyo núcleo es la Pascua: la primera recuerda que Dios «nos vivificará a los dos días, y al tercero nos levantará y viviremos ante Él»; la segunda narra la institución de la Pascua del A. T. -«el paso del Señor»-, figura de la muerte y resurrección del Mesías; el relato de la Pasión era leído, finalmente, desde antiguo, en el rito romano y en otros, como lo atestigua Eteria (o. c., 109). En la ordenación de lecturas de 1969 se sustituyeron las dos primeras. Se eligió en primer lugar el cuarto poema del «Siervo de Yahwéh» que comenzó a leerse el Lunes Santo; es el más importante de los cuatro (Is 52,13 a 53,12); en él se subraya la abyección y postración a que es reducido el «Siervo», en las que se vislumbra la salvación de las naciones; es la misma paradoja de la cruz; el «Siervo» no hace sino expiar por los pecados de todos. La segunda lectura es de la Carta a los Hebreos (Heb 4,14-16; 5,7-9), en la cual se presenta a Cristo como Sumo Sacerdote y gran Mediador por su sacrificio en la cruz; por su naturaleza humana y su naturaleza divina, Cristo es el mediador perfecto. En la tradicional lectura o canto de la Pasión, para que resultara más dramática y expresiva, tanto en este día como en los otros de la S. S. en los que se lee según los distintos evangelistas, se introdujo en las Galias hacia el año 1000 el uso de que fuera cantada por tres solistas y tonos distintos, que representan hasta nuestros días al evangelista o cronista, a Jesucristo y a las diversas personas que aparecen en la narración, respectivamente.
      
      Las tres lecturas van precedidas de un momento de oración silenciosa y de una plegaria, para la que existen dos fórmulas, tomadas del Sacramento Gelasiano Vetus. En la primera se recuerda la misericordia de Dios en el Misterio Pascual de Cristo, y en la segunda se contrapone el pecado de Adán con la obra redentora del Hijo de Dios. Los cantos interleccionales en el Ordo de 1955 están compuestos por los primeros versículos de la Oda de Habacuc (Hab 3,1-19, utilizada desde antiguo) y por el Salmo 139 (vers. 2-10 y 14), que patentizan la esperanza a la que se abren los sufrimientos del Redentor. En la ordenación de lecturas de 1969, en cambio, se toman del Salmo 30, que es una plegaria confiada en la tribulación, con la respuesta o estribillo intercalado: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu»; y del himno de la humillación del Señor, según la Carta de San Pablo a los filipenses (Philp 2,8-9), que hace clara alusión al misterio que se celebra.
      
      Después de la oración inicial y las lecturas, con sus dos cantos interleccionales, termina la liturgia de la Palabra con las Oraciones solemnes, según la costumbre que arranca ya desde el s. i. El objeto de estas oraciones es expresar el deseo y pedir a Dios que la Redención de Jesucristo llegue a todos los hombres sin distinciones, para que todos sean conscientes y responsables de lo que ella significa. En el Misal publicado en 1970 se han modificado tanto en los temas o motivos, como en las moniciones y plegarias; son totalmente nuevas la 7a por los que no creen en Cristo y la 8a por los que no creen en Dios; la 9a por los gobernantes ha sido modificada según un texto del Sacramentario Gelasiano Vetus.
      
      De esta misma forma se desarrolló en Roma la liturgia del Viernes Santo durante varios siglos. Comenzaba a la «hora nona», las tres de la tarde, momento en que, según el Evangelio, expiró Jesucristo (Mt 15,46). Esta venerable tradición se restableció en el Ordo de 1955 (n° ,concediendo un cierto margen al horario; y así ha continuado en la ordenación de 1969.
      
      El Oficio divino del Viernes Santo mantiene también el ambiente de serenidad y densidad que caracteriza la liturgia de la Palabra del rito romano, que acaba de describirse. Pone en labios de los sacerdotes los principales salmos mesiánicos, cuya relación con los acontecimientos de la Pasión viene subrayada por las antífonas de Maitines, u oficio de lecturas, y Laudes. Las primeras lecturas de dicho oficio, las Lamentaciones de jeremías, manifiestan el profundo dolor de la Iglesia; y las últimas, de la Carta a los Hebreos, explican el significado del sufrimiento, como medio para entrar en la plenitud de la Pascua. En el Oficio divino reformado, promulgado por Paulo VI en 1970, y publicado en 1971, las Lamentaciones de jeremías se han sustituido por el pasaje de la Carta a los Hebreos (Heb 9,11-28) que expone la trascendencia del sacerdocio de Cristo y la eficacia de su sacrificio; y después se leen unos pasajes de las Catequesis de San Juan Crisóstomo sobre el valor inefable de la sangre de Cristo.
      
      b) Adoración de la cruz. En el s. vii, al menos, el rito romano incorpora a la liturgia de Viernes Santo este elemento tomado de la celebración en Jerusalén, que actualmente se hace a continuación de las lecturas y oraciones solemnes. En Jerusalén la adoración de la cruz se hacía por la mañana; según el testimonio de Eteria (o. c., 110), duraba largas horas. Silenciosamente el pueblo desfilaba hacia la capilla del Gólgota, donde el Obispo exponía a la veneración una reliquia de la vera-cruz; cada fiel besaba el santo leño, después de haberlo tocado con la frente y los ojos. Al adoptar esa costumbre, la liturgia romana la siguió con la misma simplicidad: el Papa llevaba la reliquia de la vera-cruz desde Letrán a la basílica constantiniana de la Santa Cruz, la «estación» elegida para el Viernes Santo. Luego se iniciaba la procesión para venerar la reliquia. Durante el recorrido se cantaba el Salmo 118 («Bienaventurados aquellos que andan en camino inmaculado»), intercalando la antífona «He aquí el árbol de la Cruz, en el cual fue suspendido el Salvador del mundo. Venid, adorémoslo».
      
      Esta práctica conoció muy pronto, en particular en las iglesias francas e hispánicas, un enriquecimiento de cantos y gestos representativos, que progresivamente entraron en la liturgia romana. Se adoptaron fórmulas orientales, el Trisagio y los Improperios, inspirados estos últimos en oráculos proféticos que proclaman la gratuidad de la Redención; y los himnos triunfales sobre el valor y significado de la Cruz, atribuidos a Venancio Fortunato (m. ca. 601), de los que el rito romano ha conservado para esta ocasión el «Canta, oh lengua, la corona del combate tan glorioso». Entre los cantos descuella, por su contenido teológico, la antífona «Adoremos tu Cruz, Señor», que todavía hoy el rito bizantino repite en los maitines de Pascua; es una aclamación y una profesión de fe hacia la Cruz, medio para alcanzar la Resurrección, árbol que ha devuelto al mundo la alegría. En cuanto a los gestos simbólicos, merece un breve comentario el descubrimiento de la Cruz: la antífona que acompañaba la recitación del Salmo 118 se convirtió, en el s. XII, en fórmula de ostentación del leño sagrado. Durante esa época muchas iglesias ya se servían para el acto de adoración, en lugar de la reliquia de la vera-cruz, de la cruz procesional, en la que figuraba la imagen del Redentor; ya que ésta se velaba al comienzo de la cuaresma o el primer domingo de Pasión, debía ser descubierta para poder presentarse a la veneración, dramatizándose el gesto de quitar el velo.
      
      c) La Comunión. Contemporáneamente a la admisión en el rito romano de la adoración de la Cruz, las iglesias de la Ciudad Eterna añadieron la Comunión a la acción litúrgica del Viernes Santo. Al menos desde esa época, después de la adoración de la Cruz se administra la Comunión con las Formas consagradas el jueves Santo. Así la liturgia romana aceptaba la «misa de presantificados», es decir, el servicio de la Comunión, que ya la colonia bizantina de Roma tenía después del Lucernario los días en que no se celebraba la Eucaristía (los de Cuaresma, excepto los sábados y los domingos). Las razones para su inclusión y mantenimiento, entre otras, están en la consideración de la celebración del misterio pascual, como formando un conjunto indivisible. De hecho el Ordo de Pío XII la revalorizó, y más aún el Misal promulgado por Paulo VI.
      
      Por una parte se han simplificado los ritos -son esencialmente los de la Comunión fuera de la Misa, con la oración del Padrenuestro y su embolismo-, y por otra parte se ha facilitado la posibilidad de que todos los fieles participen de la Comunión -con el nuevo horario y reducción del ayuno eucarístico-. En el Ordo de 1955, las tres oraciones conclusivas, sacadas de los Sacramentarios Leoniano y Gregoriano, piden al Señor su bendición, el perdón de los pecados, el consuelo, el aumento de la fe, la redención eterna (1), la conservación de su obra de misericordia (2), la santificación por la cual Jesucristo instituyó el misterio pascual (3). En la reforma de 1969, después de la comunión se tiene una oración silenciosa y una plegaria hecha por el sacerdote celebrante en la que se pide a Dios continúe en nosotros la renovación comenzada por la muerte y resurrección del Señor; toda la celebración termina con una oración sobre el pueblo a modo de bendición; ambas fórmulas han sido tomadas del Sacramentario Gelasiano Vetus.
      
      d) Devociones populares. Como una expansión de la liturgia, nacieron devociones populares que tienden a animar los sentimientos suscitados en la celebración del misterio de la Pasión de Jesucristo. La más difundida es el «Vía Crucis» (v.), el cual, siguiendo el principio general de la Const. Sacrosanctum Concilium (n. 13), debería conformarse siempre al espíritu de la liturgia. En oriente, donde la adoración de la Cruz el Viernes Santo se ha conservado en pocas iglesias, existe una devoción característica: Al terminarse el Lucernario se organiza una procesión con el fin de representar la sepultura del Señor; los sacerdotes sostienen el evangeliario cubierto de un velo ricamente bordado, en eJ cual está diseñada la escena de la sepultura, y lo llevan ante el pueblo; antes de dejarlo' en un lugar visible para la veneración de los fieles, lo inciensan, lo asperjan con agua de rosas y lo cubren de flores, símbolo del embalsamamiento de Jesucristo (v. t. PROCESIONES).
      
      5. El Jueves Santo. Cuando empezó a celebrarse el triduo pascual, no se incluyó en él el jueves Santo. Este día continuaba siendo alitúrgico. Sólo existía el Oficio divino ferial. Aún en el oficio nocturno actual han quedado indicios de ese primer estadio del jueves Santo. En efecto, la salmodia no está ordenada a la conmemoración de la institución de la Eucaristía; sigue el curso de los demás jueves del año en el Breviario de San Pío V. La organización de las partes variables del oficio nocturno -antífonas, responsorios y lecturas- es posterior; hay todavía pocas alusiones a la institución de la Eucaristía, siendo la Pasión el tema dominante. En la reforma de 1969 se ha seguido el mismo criterio, aunque con elementos diferentes.
      
      ¿Empezó a celebrarse una memoria de la institución de la Eucaristía el Martes Santo, antes de fijarse al jueves Santo, conforme a una tradición según la cual fue el martes cuando Jesucristo comió su última Cena con los discípulos? (cfr. F. X. Funk, Didascalia et Constitutiones Apostolorum, Paderborn 1905, 278). Sin descartar esa posibilidad, sabemos de cierto que hacia el a. 380, según el testimonio de Epifanio de Salamina (cfr. A. Jaubert, La date de la Céne, París 1957, 88), en algunos lugares se celebraba una memoria de la Cena el jueves Santo, a la hora de nona. Antes del a. 400 aparece ya formada una liturgia propia para ese día, llamado In coena Domini (en la Cena del Señor), nombre empleado por el Concilio de Cartago del a. 397 (c. 29) para designar el Jueves Santo y que ha quedado en el rito romano, mientras otros ritos lo llaman in natale calicis (en el nacimiento o manifestación del cáliz). Había dos Misas; la primera para poner fin al ayuno y la segunda para conmemorar la institución de la Eucaristía (cfr. S. Agustín, Epístola 54,5: PL 32, 202). La peregrina Eteria dice lo mismo refiriéndose a Jerusalén: la primera Misa tenía lugar a las dos de la tarde y la segunda hacia las cuatro; en ésta los fieles comulgaban. Ambas Misas constituían el centro de una celebración que ocupaba todo el día; desde la noche anterior hasta entrada la noche del viernes, la comunidad cristiana de Jerusalén se dedicaba a la plegaria y a recorrer los lugares que recordaban los acontecimientos de la Pasión, donde se leían los pasajes bíblicos pertinentes (Peregrinación..., o. c., 107).
      
      A principios del s. v Roma probablemente sólo conocía un rito especial para ese día: la reconciliación de los penitentes, con la cual se indicaba que la Cuaresma había llegado a su fin. En todo caso, en el s. vil se encuentran datos y testimonio de una más amplia liturgia romana del jueves Santo: Se celebran dos Misas en las iglesias titulares, una por la mañana, con la reconciliación de los penitentes, y otra por la tarde, en «memoria» de la institución de la Eucaristía. Al mediodía el Papa, en su basílica de Letrán, concelebra con doce sacerdotes; durante esta Misa se consagran los Santos óleos (v.), que servirán para la administración de los sacramentos de la iniciación (v.) cristiana la Vigilia pascual (A. Chavasse, Le Sacramentaire gélasien, París 1958, 126-155). La Misa papal se caracterizaba por la ausencia de la liturgia de la Palabra; la consagración de los Santos óleos, con sus formularios, hacía sus veces. Igualmente la Misa de la tarde carecía de la liturgia de la Palabra; ignoramos los motivos. Sin embargo, en el s. viii la Misa papal está ya provista de su primera parte de lecturas, que luego se repetirán en la Misa de la tarde. Sus formularios, por lo general, están tomados de otros días (el introito es del Martes Santo, así como el Evangelio, la colecta del Viernes Santo, y la antífona del ofertorio del tercer domingo después de la Epifanía). Así han llegado hasta nosotros. En el mismo s. viii desaparece la Misa de la mañana, y con ella el rito de la reconciliación de los penitentes. Con todo el Pontifical Romano contiene todavía un apartado «sobre la reconciliación de los penitentes que se hace en la feria quinta de la Cena del Señor» (v. 3) (sobre este rito v. PENITENCIA IV, 1-2).
      
      Con la reforma en 1955 de la S. S., a la Misa crismal se le han proporcionado formularios más adecuados. La Misa de la tarde, que fue trasladada en el s. XVI a la mañana, de nuevo ha vuelto a su lugar primitivo: «se ha de celebrar no antes de las cinco de la tarde ni después de las ocho» (Orlo, n. 7). Esta Misa, como la crismal, puede ser concelebrada (Const. Sacr. Conc., n° 57). En principio sólo hay una Misa vespertina en cada iglesia, en la que participa y comulga todo el clero de ella, para recordar en el aniversario de la institución de la Eucaristía que no hay más que un solo sacerdocio ministerial encargado por Cristo de renovar perpetuamente su sacrificio; aunque por necesidades de los fieles que no puedan asistir a esta Misa, se puede permitir otra por la mañana o por la tarde.
      
      La reforma más importante de la liturgia del jueves Santo ha sido la reintroducción del rito del lavatorio de los pies, después de la homilía, como comentario al Evangelio que se proclama en esta fiesta (lo 13,1-15). En la antigüedad, el rito del lavatorio de los pies era realizado por toda la Iglesia dentro de la liturgia, y con frecuencia, fuera de ella. Era signo evangélico y expresivo de la hospitalidad. Los orientales lo conservaron, dándole su verdadero significado, en la liturgia del Jueves Santo. En cambio, en occidente se mantuvo en los monasterios y como acto semilitúrgico. Durante el lavatorio se cantan antífonas compuestas de fragmentos bíblicos, alusivos al rito, y algunas estrofas del excelente himno Ubi caritas, sobre la caridad, de procedencia veronesa, del.s. IX.
      
      Después de la Misa se procede a la reserva del Santísimo; reserva necesaria para la Comunión del Viernes Santo. Antiguamente se hacía en la sacristía o en un lugar seguro y poco frecuentado de la iglesia. Pero desde el s. XI, bajo el impulso de la devoción hacia el Santísimo, se va solemnizando el traslado de la Eucaristía y luego se asigna como lugar de la reposición una capilla que debe adornarse con flores y cirios. De ahí el desarrollo de los «monumentos» del jueves Santo y el simbolismo de los comentaristas medievales que veían en el acto de «depositar» el Santísimo el gesto de sepultar a Jesucristo. La Instrucción del nuevo Ordo de 1955 (n° 10) y la reforma litúrgica posconciliar recomiendan que se prolongue la adoración pública de la Eucaristía hasta medianoche. Precisamente durante las primeras horas de la noche los fieles de Jerusalén se reunían en el Monte de los Olivos, desdedonde, después de celebrar una vigilia, se dirigían a los lugares que recordaban las últimas conversaciones de Jesús con sus discípulos, la agonía y el prendimiento (cfr. Peregrinación..., o. c., 107); en oriente, el oficio del Viernes Santo comienza en ese momento.
      
      Un último elemento de la liturgia del Jueves Santo es la denudación de los altares. Antiguamente se retiraban los manteles al acabar la Misa. En ese gesto usual, los comentaristas han visto un símbolo del abandono total en que Cristo quedó antes de padecer. Por ello, mientras se descubren los altares, se recitaba el Salmo 21, pronunciado por el Señor cuando moría; abandonado, en la Cruz.
      
      La rúbrica impresa en el Misal Romano del a. 1955 después del Evangelio ofrece un buen resumen del contenido litúrgico del Jueves Santo, permanente hasta nuestros días: se debe pronunciar una homilía «sobre los grandes misterios que se celebran en esta Misa, a saber: la institución de la Eucaristía y del orden sacerdotal, y el mandamiento del Señor sobre la caridad fraterna». La liturgia juega a menudo con el nombre traditio, traición y donación, señalando las dos vertientes contrapuestas de la «memoria» de la Cena del Señor.
      
      6. Segundo Domingo de Pasión o Domingo de Ramos. Tal es el título que atribuye el Ordo de 1955 al domingo último de cuaresma, y así ha quedado, sintetizando los dos aspectos más importantes conmemorados ese día en la liturgia romana actual.
      
      Era difícil para los primeros cristianos concebir el domingo, aunque fuera el precedente a la fiesta de la Pascua, como formando parte de la semana del gran ayuno. Su carácter propio, pascual, no permitía que se le contara entre los días penitenciales. Incluso hoy, los ritos copto y sirio no lo incluyen dentro de la S. S. La liturgia romana se halla a ese respecto en una línea de equilibrio: Por una parte, ya desde el s. v, centra la atención sobre los misterios de la Pasión del Redentor -la lectura evangélica es el relato de la misma según S. Mateo, y los formularios de la Misa y del Oficio divino están, por lo general, directamente relacionados con ella-, abriendo así la semana en que se conmemorarán los hechos históricos más fundamentales del cristianismo. Por otra parte, no obstante, la visión global de la Pasión presentada en ese domingo incluye también la perspectiva de la Pascua. Particularmente la colecta y la epístola (Philp 2,5-11) se refieren a todo el misterio pascual: «que asimilando las enseñanza, de la Pasión participemos de la Resurrección» (colecta); habiéndose humillado Jesucristo «hasta la muerte y muerte de cruz, fue exaltado de una manera extraordinaria» (epístola).
      
      Mientras la liturgia romana conservó durante varios siglos el carácter severo del «domingo de Pasión», como llamaban a ese día los antiguos Padres, otros ritos elaboraron una liturgia cuyo núcleo era el acontecimiento de la entrada triunfal de Jesucristo en Jerusalén, seguramente por influjo de la liturgia local de la Ciudad Santa, tan deseosa, como hemos podido observar, de seguir cronológicamente los pasos de Jesucristo durante los días de su Pasión. La peregrina Eteria describe detalladamente la procesión vespertina que reproducía el acontecimiento: «Cuando se acerca la hora 11 (las cinco de la tarde), se lee el pasaje del Evangelio en que los niños, con ramos y palmas, corrieron delante del Señor diciendo: «Bendito sea el que viene en nombre del Señor». Y en seguida el Obispo se levanta con todo el pueblo, y entonces, de lo alto del Monte de los Olivos, se viene yendo todo el mundo a pie. Todo el pueblo marcha delante del Obispo al canto de los himnos y de las antífonas, respondiendo siempre: «Bendito sea el que viene en nombre del Señor». Todos los niños pequeños... llevan ramos, unos de palmeras, otros de olivos; y así se da escolta al Obispo de la manera como el Señor fue escoltado aquel día... Se camina muy lentamente para no fatigar a la multitud, y es ya de noche cuando se llega a la Anástasis. Llegados allí, aun siendo tarde, se hace el Lucernario; a continuación todavía una oración a la cruz, y se despide al pueblo» (o. c., 103).
      
      La tradición jerosolimitana pasó a las iglesias de oriente, y aunque en algunas cayó en desuso la procesión de las palmas, el hecho conmemorado sigue siendo el tema principal del Oficio divino y de la Misa de ese domingo. Más tarde, en el s. vii, las iglesias hispánicas y probablemente también las francas adoptan la costumbre de Jerusalén. Sin embargo, conjuntamente con la memoria de la entrada mesiánica de Jesucristo a la Ciudad Santa, los formularios de la Misa hispánica se relacionan más con la «entrega del símbolo» a los catecúmenos (v.); rito asignado para el último domingo de Cuaresma anteriormente. Durante los s. IX y X, se difunde por todo el imperio carofingio el rito de la procesión de las palmas, que se presentará como una gran manifestación religiosa y popular. También la liturgia romana, que antes conmemoraba el hecho el Lunes Santo, pero sin procesión, y, como otras liturgias occidentales, durante el Adviento (v.), adopta la costumbre. En el Medievo la procesión fue revistiéndose de cantos, bendiciones y expresiones plásticas.
      
      El Ordo de 1955 simplificó los ritos de la procesión, aproximándolos más a los primitivos usos de la Iglesia en Jerusalén y poniendo más de relieve su significado. No se trata tanto de manifestar el simbolismo de las palmas, como de rendir un homenaje público y solemne al Hijo de David, al Mesías-Rey, imitando a quienes lo aclamaron Redentor de la humanidad. Por eso se ha reducido la bendición de las palmas a una sola plegaria, escogida entre las muchas existentes anteriormente, y se ha dado mayor amplitud a la procesión. A este propósito se sugiere realizar el recorrido de una iglesia o capilla a la iglesia principal, donde tendrá lugar seguidamente la celebración de la Misa: la Eucaristía, participación en el Sacrificio de Jesucristo, en el memorial de su Pasión y Resurrección, es el motivo y la meta fundamentales de la procesión. Con la proclamación del pasaje evangélico que narra el acontecimiento de la entrada de Jesucristo a Jerusalén (Mt 21,1-9; según Mt, Me y Le, en el ciclo trienal de lecturas), por la que se inicia la procesión, y con las antífonas y salmos seleccionados para ser cantados durante el recorrido, se hace presente el hecho histórico, prefigurado por las visiones proféticas sobre las «entradas» o manifestaciones de Dios en su Santuario y en el mundo.
      
      La entrada triunfal de Jesucristo a Jerusalén marca, en cierto sentido, el fin de lo que Jerusalén era para el A. T. y señala el principio de la plena realización de la nueva Jerusalén. Desde este momento Jesucristo insistirá sobre la destrucción de la Jerusalén terrenal, hablará de su juicio, de lo que ha de ser la Jerusalén futura. De Jerusalén nacerá la Iglesia, ciudad espiritual que se extenderá por todo el mundo cual signo universal de la redención definitiva. No sin razón, San Lucas presenta la vida de Jesucristo como una peregrinación hacia Jerusalén, y Jesucristo mismo calificará su entrada última a la Ciudad Santa de «su hora» (lo 12,27; 17,1).
      
      La S. S. se inaugura con una «entrada» de la Iglesia, peregrina, acompañando a Jesucristo que va a padecer; la S. S. finaliza con otra «entrada», con el «paso» de la Muerte a la Vida, celebrado en la Vigilia pascual. Ambas«entradas» son un testimonio de la participación de la Iglesia en los misterios que ellas significan. De una forma lírica, el himno «Gloria, alabanza y honor, oh Rey Cristo Redentor», de Teodulfo de Orleans (a. 760-821), interpretado durante la procesión de las palmas, expresa la idea del encuentro con Jesucristo que va a padecer y que ya ha resucitado.
      
      V. t.: CUARESMA; PASCUA.

BIBL.: H. SCHMIDT, Hebdomada Sancta, 2 t., Roma 1956-57; Números dedicados a la S. S. en «La Maison-Dieu» 41 (1955), 45 (1956), 49 (1957), 67 y 68 (1961), 75 (1964); 1. HILD, Le Samedi Saint, jour aliturgique, ib. 28 (1951) 136-159; TH. SCHAFEL, Die Fusswaschung, Beuron 1956; O. CASEL, Misterio de la Cruz, Madrid 1961; A. NOCENT, Contemplar su gloria, 3: Semana Santa, Barcelona 1966; TH. MAERTENS, Guía pastoral para la Semana Santa, Madrid 1964; P. JOUNEL-A. M. ROGUET, Sens et pratique de la Semaine Sainte, 2 ed. París 1958; P. PASCUAL, Misterio litúrgico de la Semana Santa, Madrid 1959. V. t. en las obras citadas en la bibl. del art. AÑo LITÚRGICO la parte correspondiente a Semana Santa.

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